
No podemos recuperar un mínimo de salud mental si no aprendemos a expresar nuestras emociones. No hay otra forma. Toda nuestra vida psíquica depende de ellas. Todo nuestro ser está constituido por ellas. Las emociones son el lenguaje de nuestra esencia, el puente entre lo que sentimos y lo que somos. Por eso nuestras emociones determinan nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras actitudes, nuestra fuerza interior, nuestra personalidad y, en última instancia, nuestra felicidad. Así se demuestra, una y otra vez, en las psicoterapias que realizamos: sin contacto emocional no hay cambio profundo.
La diferencia entre quienes se comprometen genuinamente con su proceso terapéutico y quienes lo hacen a medias es inmensa. Las personas que, motivadas y abiertas, se vuelcan en expresar sus conflictos suelen progresar mucho más rápidamente y con mayor solidez emocional que aquellas que se mantienen pasivas o evaden sus propios sentimientos. Expresar no es solo hablar, sino también escribir, llorar, pintar, tocar música, dialogar con honestidad, e incluso gritar cuando es necesario. Es un acto creativo y liberador que conecta con nuestras heridas, pero también con nuestras posibilidades de sanar. En cambio, quienes acuden a las sesiones de terapia y luego desconectan hasta la próxima cita tienden a perpetuar el estancamiento emocional.
En este sentido, es crucial entender que una hora semanal o quincenal de psicoterapia es apenas un motor, un catalizador. La verdadera terapia no sucede exclusivamente en la consulta; ocurre en cada instante de la vida del paciente, las 24 horas del día. Esa hora con el terapeuta debe ser la chispa que encienda un proceso continuo de introspección y transformación. De ahí la importancia de «hacer los deberes» fuera de la consulta. Pero estos deberes no son tareas académicas; son la práctica de sentir, de reflexionar y, sobre todo, de expresar.
Expresar significa confrontar lo que hemos evitado durante tanto tiempo. Es recordar, revivir, y, a veces, permitir que lo reprimido finalmente encuentre su salida. Es compartir nuestras verdades, incluso las más dolorosas o incómodas, con el terapeuta, con una hoja de papel, con un lienzo o con una persona de confianza. Es permitir que las emociones fluyan y que el cuerpo las experimente plenamente, aunque a veces nos lleven a lugares oscuros. Sin este contacto con el sentir, cualquier intento de terapia será superficial.
Sin embargo, expresar también requiere valentía. Muchas personas temen enfrentarse a su propio dolor, tristeza, ira o resentimiento. Han aprendido desde pequeños a reprimir, a ocultar, a fingir que están bien porque la sociedad les ha dicho que las emociones son un signo de debilidad. Pero, paradójicamente, son estas mismas emociones las que nos hacen fuertes. Ignorarlas solo prolonga el sufrimiento. Por eso, un aspecto crucial de cualquier terapia efectiva es ayudar al paciente a superar el miedo de sentir. Esto no significa imponerle emociones que aún no está listo para enfrentar, sino acompañarlo con empatía hasta que se sienta lo suficientemente seguro para abrirse.
La clave para superar este miedo está en cultivar un deseo más profundo: el anhelo de ser felices. Este anhelo, cuando se prioriza por encima de todo, nos da la fuerza necesaria para atravesar el dolor. Nos recuerda que sentir no es el final del camino, sino el inicio de nuestra liberación. Porque cada lágrima derramada, cada palabra escrita, cada explosión de rabia que surge desde el fondo del alma es un paso más hacia la sanación.
En definitiva, una buena psicoterapia es un proceso activo, vivo, que exige no solo asistir a las sesiones, sino involucrarse plenamente en el viaje hacia uno mismo. Reflexionar, rememorar, dialogar, escribir, emocionarse, desfogarse… En resumen, SENTIR. Ese es el verdadero trabajo del alma. Cuando nos atrevemos a sentir, nos damos el permiso de ser humanos en toda nuestra complejidad. Y solo entonces, desde ese lugar de vulnerabilidad y autenticidad, podemos comenzar a construir una vida más plena y feliz.